7 de mayo de 2015

Pantaleón y las visitadoras de Mario Vargas Llosa



Pobre Pantaleón. Panta. Pantita. A quién se le ocurre ser competente en su trabajo. Acata órdenes, guarda secretos, se entrega en cuerpo y alma Pantaleón Pantoja, capitán del ilustre Ejército peruano.
Algo tiene este personaje de su autor, los dos tan metódicos y perfeccionistas. Uno organiza un eficaz y disparatado servicio de visitadoras. El otro construye un mecanismo igual de perfecto y desmesurado: una novela casi sin narrador, diez capítulos compuestos por informes del ejército, cartas, noticias de prensa y radio, sueños y pesadillas del protagonista. Y esos diálogos-apuntes-narraciones certeras, mezcla de fragmentos de conversaciones que son un ejemplo magistral de síntesis y habilidad discursiva:
“-Qué buen mozo te ves de capitán hijito- dispone la mermelada, el pan y la leche sobre la mesa la señora Leonor”.
Mario Vargas Llosa cambia de voz como un ventrílocuo, y todas las conoce y las domina: la del periodismo amarillo, la de la burocracia, la epistolar, la del locutor incendiario… Así se confiesa en un prólogo que añadió a la novela en 1999:
“La historia está basada en un hecho real –un “servicio de visitadoras” organizado por el Ejército peruano para desahogar las ansias sexuales de las guarniciones amazónicas-, que conocí de cerca en dos viajes a la Amazonía –en 1958 y 1962-, magnificado y distorsionado hasta convertirse en una farsa truculenta. Por increíble que parezca, pervertido como yo estaba por la teoría del compromiso en su versión sartreana, intenté al principio contar esta historia en serio. Descubrí que era imposible, que ella exigía la burla y la carcajada. Fue una experiencia liberadora, que me reveló -¡sólo entonces!- las posibilidades del juego y el humor en la literatura.
(…)
Algunos años después de publicado el libro –con un éxito de público que no tuve antes ni he vuelto a tener- recibí una llamada misteriosa, en Lima: “Yo soy el capitán Pantaleón Pantoja”, me dijo la enérgica voz. “Veámonos para que me explique cómo conoció mi historia”. Me negué a verlo, fiel a mi creencia de que los personajes de la ficción no deben entrometerse en la vida real”.
Pobre Pantita. “Si al menos hubiera organizado la cosa de una manera mediocre, defectuosa. Pero ese idiota ha convertido el Servicio de Visitadoras en el organismo más eficiente de las Fuerzas Armadas”.

Mario Vargas Llosa
Pantaleón y las visitadoras
Madrid, Alfaguara, 2004 

18 de abril de 2015

Vivir para contarla de Gabriel García Márquez

“Ni mi madre ni yo,
por supuesto,
hubiéramos podido imaginar siquiera
que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí,
que la más larga y diligente de las vidas
no me alcanzaría para acabar de contarlo”.

Un libro que es a la vez un principio y un final. Aquí está el germen del gran escritor, las primeras miradas sobre sus textos, la explicación que no necesitábamos, pero gracias infinitas. La última pieza del puzle ha sido colocada.
Vivir para contarla es historia de Colombia, política y literaria, historia de una familia (esa palabra en García Márquez…), pero sobre todo historia de unas novelas y unos cuentos que la convierten en biografía compartida. Porque cuando reconocemos el taller de platería donde se fabricaban pescaditos de oro, el anciano esperando su pensión de veterano, la niña que se alimentaba con “la tierra húmeda del jardín y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con las uñas”, nos reconocemos y nos entendemos. Gabriel García Márquez ya es de todos y por eso su biografía es obligatoria.
Aquí están “La siesta del martes”, el soberbio final de El coronel no tiene quien le escriba (con un guiño a Santa Rita de Casia), el primer cartel que ponía Macondo, los pasquines de Sucre, el verdadero Santiago Nasar. Aquí está sobre todo la mirada especial de genio, que pronto descubrió “que uno de los secretos más útiles para escribir es aprender a leer los jeroglíficos de la realidad sin tocar una puerta para preguntar nada”. Los pasos que da el escritor, de la anécdota de un crimen a la tragedia de la responsabilidad colectiva, del Caribe a la universalidad del mito, son esclarecedores.
No defrauda esta biografía porque en ella está el Gabriel García Márquez más genuino, manejando el tiempo a su antojo, aunque aparentemente sea más lineal que nunca. No faltan sus recopilaciones evocadoras:
“arrastré la maleta por un matorral tapizado de cangrejos vivos cuyas cáscaras traqueteaban como petardos bajo las suelas de los zapatos. Fue imposible no acordarme entonces del petate que mis compañeros tiraron al río Magdalena en mi primer viaje, o del baúl funerario que arrastré por medio país llorando de rabia en mis primeros años del liceo y que boté por fin en un precipicio de los Andes en honor de mi grado de bachiller. Siempre me pareció que había algo de un destino ajeno en aquellas sobrecargas inmerecidas”.
Ni esas frases perfectas que cuando parecen haber acabado todavía reservan una sorpresa:
[la estatua del]“general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, mi héroe desde que me lo ordenó mi abuelo, con su radiante uniforme de gala y su cabeza de emperador romano, cagado por las golondrinas”.
Un gran título. Un gran principio. Un gran final. Todas las ciudades: Aracataca, Barranquilla, Sucre, Bogotá, Cartagena de Indias. Personajes inolvidables:
“los nombres de la familia me llamaban la atención porque me parecían únicos. Primero los de la línea materna: Tranquilina, Wenefrida, Francisca Simodosea. Más tarde, el de mi abuela paterna: Argemira, y los de sus padres: Lozana y Aminadab. Tal vez de allí me viene la creencia de que los personajes de mis novelas no caminan con sus propios pies mientras no tengan un nombre que se identifique con su modo de ser”.
La generosidad de García Márquez es excepcional. Nos permite acompañarle en el proceso de búsqueda de su propia voz, “la tozudez de aprender a escribir” de aquel que ya sabía contar, el niño que inventaba “técnicas de narrador en ciernes para hacer la realidad más divertida y comprensible”.
Ese proceso pasa por el periodismo, cuando el periodismo, a pesar de las mentiras, era más real, y se podía publicar un reportaje sobre la Oficina de Rezagos del Correo Nacional y las noticias se escribían en una pizarra para que la gente decidiera si las aplaudía o las apedreaba y bastaba decir que eras escritor y hablar de tus obras futuras, inventando el género de la “ficción de la ficción”.  
No me extraña que le copien, que de repente todos quieran ser escritores tras la estela del colombiano. Quién no sueña con formar un grupo como el de Barranquilla y hablar sobre literatura en bares de mala muerte.  


Gabriel García Márquez
Vivir para contarla
Barcelona, Mondadori, 2002

17 de abril de 2015

Ciudades II. Las ciudades de Gabriel García Márquez

Da igual que sean reales o imaginarias. Se le daba muy bien describirlas…


Cartagena de Indias 
"No había un alma en las calles. Las muchedumbres que llegaban de los suburbios al amanecer para trabajar o vender, volvían en tropel a sus barriadas a las cinco de la tarde, y los habitantes del recinto amurallado se encerraban en sus casas para cenar y jugar al dominó hasta la medianoche. El hábito de los automóviles personales no estaba todavía establecido, y los pocos en servicio se quedaban fuera de la muralla. Aun los funcionarios más encopetados seguían llegando hasta la plaza de los Coches en los autobuses de artesanía local, y desde allí se abrían paso hasta sus oficinas o saltando por encima de las tiendas de baratijas expuestas en los andenes públicos. Un gobernador de los más remilgados de aquellos años trágicos se preciaba de seguir viajando desde su barrio de elegidos hasta la plaza de los Coches en los mismos autobuses en que había ido a la escuela.

El alivio de los automóviles había sido forzoso porque iban en sentido contrario de la realidad histórica: no cabían en las calles estrechas y torcidas de la ciudad donde resonaban en la noche los cascos sin herrar de los caballos raquíticos. En tiempos de grandes calores, cuando se abrían los balcones para que entrara el fresco de los parques, se oían las ráfagas de las conversaciones más íntimas con una resonancia fantasmal. Los abuelos adormitados oían pasos furtivos en las calles de piedra, les ponían atención sin abrir los ojos hasta reconocerlos, y decían desencantados: «Ahí va José Antonio para donde Chabela». Lo único que en realidad sacaba de quicio a los desvelados eran los golpes secos de las fichas en la mesa de dominó, que resonaban en todo el ámbito amurallado".

Bogotá 
“Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI (…).
Me impresionaron los percherones gigantescos que tiraban de los carros de cerveza, las chispas de pirotecnia de los tranvías al doblar las esquinas y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros de a pie bajo la lluvia. Eran los más lúgubres, con carrozas de lujo y caballos engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, con cadáveres de buenas familias que se comportaban como los inventores de la muerte. En el atrio de la iglesia de las Nieves vi desde el taxi la primera mujer en las calles, esbelta y sigilosa, y con tanta prestancia como una reina de luto, pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara cubierta con un velo infranqueable”.

Gabriel García Márquez
Vivir para contarla
Barcelona, Mondadori, 2002


14 de abril de 2015

Eduardo Galeano

Hay que seguir ESCUCHANDO a Galeano.
Nuestro pequeño recuerdo...


Ha muerto Eduardo Galeano.
Y nos pondremos ñoños y haremos juegos de palabras con los títulos de sus obras.

Más allá de los que le recuerdan sin haberle leído, más allá de los que utilizarán su nombre y sus estribillos, más allá de los que lo citarán para quedar bien y de los que lo criticarán por hacerse los interesantes, más allá de las anécdotas tergiversadas, los titulares buscando lectores a su costa y las editoriales planeando póstumamente, algunos estamos tristes...

Lee la entrada completa aquí.

 

22 de marzo de 2015

Ciudades: Nueva York


Nueva York no tiene una tradición, no tiene una historia; no puede haber historia donde no existen recuerdos a los cuales aferrarse, porque la misma ciudad está en constante cambio, en constante construcción y derrumbe, para levantar nuevos edificios; donde ayer había un supermercado, hoy hay una tienda de verduras y mañana habrá un cine; luego se convierte en un banco. La ciudad es una enorme fábrica desalmada sin lugar para acoger al transeúnte que quiera descansar; sin sitios donde uno pueda, simplemente, estar sin pagar a precio de dólar la bocanada de aire que se respira o la silla en que nos sentamos a tomarnos un descanso”.
Reinaldo Arenas, Antes que anochezca


“Una masa de humanidad echándose sobre él desde todas direcciones. Músicos andinos tocando la flauta y el tambor en Union Square. Bomberos solemnes saludando con la cabeza a la multitud congregada ante un santuario dedicado al 11-S frente a un cuartel de bomberos. Un par de mujeres con abrigos de piel apropiándose descaradamente de un taxi que Casey había parado delante de Bloomingdale's. Lolitas de secundaria, con vaqueros bajo las minifaldas, repantigadas en el metro con las piernas abiertas. Chavales negros con trenzas africanas y enormes y amenazadoras parkas, soldados de la Guardia Nacional con armas de última generación. Y la abuela china pregonando DVD de películas que ni siquiera se habían estrenado, el bailarín de breakdance que se desgarró un músculo o un tendón y se sentó en el suelo meciéndose de dolor en un vagón de metro de la línea 6, el saxofonista insistente al que Joey dio cinco dólares para que pudiera trasladarse hasta el local donde tenía un bolo, pese a advertirle Casey que era un timo: cada encuentro era como un poema que memorizaba al instante. Los padres de Casey vivían en un apartamento con un ascensor cuyas puertas daban directamente a la vivienda, elemento imprescindible, decidió Joey, si alguna vez triunfaba en Nueva York”.


Jonathan Franzen, Libertad


"Nueva York empezó a gustarme por su chispeante y aventurera sensación nocturna, y por la satisfacción que presta a la mirada humana su constante revoloteo de hombres, mujeres y máquinas. Gustaba de pasear por la Quinta Avenida y elegir románticas mujeres de entre la multitud; imaginar que dentro de breves minutos, irrumpiría en su vida sin que nadie lo supiera ni lo desaprobara. A veces las seguía, con el pensamiento, a sus pisos situados en las esquinas de las ocultas callejas, desde donde se volvían, sonriéndome, antes de desaparecer en la cálida oscuridad. En el encantador crepúsculo metropolitano, sentía a veces una obsesionante soledad, y la sentía también en otros pobres empleadillos que pasaban el rato frente a los escaparates, esperando la hora de una solitaria cena en un restaurante; empleadillos ociosos en el crepúsculo, que desperdiciaban los más conmovedores instantes de la noche y de la vida".