Da
igual que sean reales o imaginarias. Se le daba muy bien describirlas…
Cartagena de Indias
"No había un alma en las calles. Las
muchedumbres que llegaban de los suburbios al amanecer para trabajar o vender,
volvían en tropel a sus barriadas a las cinco de la tarde, y los habitantes del
recinto amurallado se encerraban en sus casas para cenar y jugar al dominó
hasta la medianoche. El hábito de los automóviles personales no estaba todavía
establecido, y los pocos en servicio se quedaban fuera de la muralla. Aun los
funcionarios más encopetados seguían llegando hasta la plaza de los Coches en
los autobuses de artesanía local, y desde allí se abrían paso hasta sus
oficinas o saltando por encima de las tiendas de baratijas expuestas en los
andenes públicos. Un gobernador de los más remilgados de aquellos años trágicos
se preciaba de seguir viajando desde su barrio de elegidos hasta la plaza de
los Coches en los mismos autobuses en que había ido a la escuela.
El alivio de los automóviles había sido
forzoso porque iban en sentido contrario de la realidad histórica: no cabían en
las calles estrechas y torcidas de la ciudad donde resonaban en la noche los
cascos sin herrar de los caballos raquíticos. En tiempos de grandes calores,
cuando se abrían los balcones para que entrara el fresco de los parques, se
oían las ráfagas de las conversaciones más íntimas con una resonancia
fantasmal. Los abuelos adormitados oían pasos furtivos en las calles de piedra,
les ponían atención sin abrir los ojos hasta reconocerlos, y decían
desencantados: «Ahí va José Antonio para donde Chabela». Lo único que en
realidad sacaba de quicio a los desvelados eran los golpes secos de las fichas
en la mesa de dominó, que resonaban en todo el ámbito amurallado".
Bogotá
“Bogotá
era entonces una ciudad remota y lúgubre donde estaba cayendo una llovizna insomne desde principios del siglo XVI (…).
Me impresionaron los percherones gigantescos que
tiraban de los carros de cerveza, las chispas de pirotecnia de los tranvías al
doblar las esquinas y los estorbos del tránsito para dar paso a los entierros
de a pie bajo la lluvia. Eran los más lúgubres, con carrozas de lujo y caballos
engringolados de terciopelo y morriones de plumones negros, con cadáveres de buenas
familias que se comportaban como los
inventores de la muerte. En el atrio de la iglesia de las Nieves vi desde
el taxi la primera mujer en las calles, esbelta y sigilosa, y con tanta
prestancia como una reina de luto,
pero me quedé para siempre con la mitad de la ilusión, porque llevaba la cara
cubierta con un velo infranqueable”.
Gabriel García Márquez
Vivir
para contarla
Barcelona,
Mondadori, 2002
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