“Ni mi
madre ni yo,
por
supuesto,
hubiéramos
podido imaginar siquiera
que
aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí,
que la
más larga y diligente de las vidas
no me
alcanzaría para acabar de contarlo”.
Un libro que es a
la vez un principio y un final. Aquí está el germen del gran escritor, las
primeras miradas sobre sus textos, la explicación que no necesitábamos, pero
gracias infinitas. La última pieza del puzle ha sido colocada.
Vivir para contarla es historia de Colombia,
política y literaria, historia de una familia (esa palabra en García Márquez…),
pero sobre todo historia de unas novelas y unos cuentos que la convierten en biografía compartida. Porque cuando
reconocemos el taller de platería donde se fabricaban pescaditos de oro, el
anciano esperando su pensión de veterano, la niña que se alimentaba con “la
tierra húmeda del jardín y las tortas de cal que arrancaba de las paredes con
las uñas”, nos reconocemos y nos entendemos. Gabriel García Márquez ya es de
todos y por eso su biografía es obligatoria.
Aquí están “La
siesta del martes”, el soberbio final de El
coronel no tiene quien le escriba (con
un guiño a Santa Rita de Casia), el primer cartel que ponía Macondo, los pasquines de Sucre, el verdadero Santiago Nasar. Aquí está sobre todo la mirada especial de genio,
que pronto descubrió “que uno de los secretos más útiles para escribir es
aprender a leer los jeroglíficos de la realidad sin tocar una puerta para
preguntar nada”. Los pasos que da el escritor, de la anécdota de un crimen a la
tragedia de la responsabilidad colectiva, del Caribe a la universalidad del
mito, son esclarecedores.
No defrauda esta
biografía porque en ella está el Gabriel García Márquez más genuino, manejando
el tiempo a su antojo, aunque
aparentemente sea más lineal que nunca. No faltan sus recopilaciones evocadoras:
“arrastré la
maleta por un matorral tapizado de cangrejos vivos cuyas cáscaras traqueteaban
como petardos bajo las suelas de los zapatos. Fue imposible no acordarme entonces
del petate que mis compañeros tiraron al río Magdalena en mi primer viaje, o
del baúl funerario que arrastré por medio país llorando de rabia en mis
primeros años del liceo y que boté por fin en un precipicio de los Andes en
honor de mi grado de bachiller. Siempre me pareció que había algo de un destino
ajeno en aquellas sobrecargas inmerecidas”.
Ni esas frases
perfectas que cuando parecen haber acabado todavía reservan una sorpresa:
[la estatua del]“general
Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, mi héroe desde
que me lo ordenó mi abuelo, con su radiante uniforme de gala y su cabeza de
emperador romano, cagado por las golondrinas”.
Un gran título. Un
gran principio. Un gran final. Todas las ciudades: Aracataca, Barranquilla,
Sucre, Bogotá, Cartagena de Indias. Personajes inolvidables:
“los nombres de la
familia me llamaban la atención porque me parecían únicos. Primero los de la
línea materna: Tranquilina, Wenefrida, Francisca Simodosea. Más tarde, el de mi
abuela paterna: Argemira, y los de sus padres: Lozana y Aminadab. Tal vez de allí
me viene la creencia de que los personajes de mis novelas no caminan con sus
propios pies mientras no tengan un nombre que se identifique con su modo de
ser”.
La generosidad de
García Márquez es excepcional. Nos permite acompañarle en el proceso de
búsqueda de su propia voz, “la tozudez de aprender a escribir” de aquel que ya
sabía contar, el niño que inventaba
“técnicas de narrador en ciernes para hacer la realidad más divertida y
comprensible”.
Ese proceso pasa
por el periodismo, cuando el periodismo, a pesar de las mentiras, era más real,
y se podía publicar un reportaje sobre la Oficina
de Rezagos del Correo Nacional y las noticias se escribían en una pizarra
para que la gente decidiera si las aplaudía o las apedreaba y bastaba decir que
eras escritor y hablar de tus obras futuras, inventando el género de la “ficción
de la ficción”.
No me extraña que
le copien, que de repente todos quieran ser escritores tras la estela del colombiano. Quién no sueña con formar un grupo como el de Barranquilla y hablar sobre literatura en bares de
mala muerte.
Gabriel García Márquez
Vivir para contarla
Barcelona,
Mondadori, 2002
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