Esta novela, fácil de leer, nos ofrece, no obstante, una gran riqueza, no sólo en lo que se
refiere a las certeras descripciones del entorno en el que se desenvuelve la
historia, o a la trama, con sus saltos al pasado a través del recuerdo del
protagonista, que, así, va delineando la trayectoria que recorre hasta llegar
al momento presente de la narración; sino, sobre todo, al trazo de este mismo
personaje: Antonio José Bolívar Proaño, cuya vida transcurre, en su mayor parte, en la Selva Amazónica ecuatoriana, en
contacto con los shuar, lo cual determina su toma de conciencia: la necesidad
de preservar estos parajes, así como las costumbres y cultura de sus habitantes.
Esta postura ya no lo va a abandonar; aunque él nace en otro mundo y llega a la
selva como un colono más, seducido por los beneficios que ello le aportaría,
sin plantearse, en esos momentos, si esta situación es o no injusta. Su
convivencia con los shuar, una vez que muere su esposa y que supera su odio
inicial por este sitio, lo lleva a una nueva forma de vida en la que adquiere
habilidades físicas (sus músculos llegan a ser como los de un felino y su
experiencia en la selva va templando cada detalle de su cuerpo) que contribuyen
a la conservación de su integridad en la jungla y, además, participa del modo
de actuar establecido por la tradición de este pueblo; asimismo, desarrolla
capacidades emotivas (su empatía por Nushiño y su relación amorosa con una
mujer, en la cual no cabían los celos ni la falta de libertad). Sin embargo,
las circunstancias lo excluyen del grupo indígena, cuyas costumbres son
inflexibles, y su vida se aboca hacia un nuevo interés: la lectura; es decir que
Bolívar Proaño da un gran giro y va a cultivar el intelecto, un aspecto de su
persona que, durante su estancia en la selva, había estado relegado. Su
enfrentamiento con las novelas de amor le descubre la posibilidad de una
existencia paralela, que le devuelve el equilibrio perdido, porque el amor
contrarresta la violencia vivida, además, la lectura se convierte en su gran
compañía y le ayuda a ver sus propios sentimientos, con lo cual se enriquece,
se entiende mejor a sí mismo y, por consiguiente, al mundo. El viejo busca el
ambiente propicio para leer, porque sabe que esta actividad exige el abandono
de ciertas condiciones externas para experimentar un estado de conciencia diferente
que le permite esta elucidación.
La obra de Sepúlveda es una exaltación de la selva y de los
shuar, la cual lleva a cabo utilizando
varios recursos descriptivos y, por supuesto, también la situación
contrapuesta: la denigración del hombre blanco, personificado en el alcalde, al
que toma como su arquetipo, reduciéndolo a unos cuantos rasgos caricaturescos. Pero,
para él, el “hombre blanco”, en particular su personaje, también tiene una
posibilidad de salvación: la lectura, la cual incita al pensamiento y forma un
espíritu realmente humano.
Luis Sepúlveda
Un viejo que leía novelas de amor
Barcelona, Tusquets, 2001