29 de mayo de 2014

La lectura: única posibilidad de salvación, en Un viejo que leía novelas de amor





Esta novela, fácil de leer, nos ofrece, no obstante, una gran riqueza, no sólo en lo que se refiere a las certeras descripciones del entorno en el que se desenvuelve la historia, o a la trama, con sus saltos al pasado a través del recuerdo del protagonista, que, así, va delineando la trayectoria que recorre hasta llegar al momento presente de la narración; sino, sobre todo, al trazo de este mismo personaje: Antonio José Bolívar Proaño, cuya vida transcurre, en su mayor parte, en la Selva Amazónica ecuatoriana, en contacto con los shuar, lo cual determina su toma de conciencia: la necesidad de preservar estos parajes, así como las costumbres y cultura de sus habitantes. Esta postura ya no lo va a abandonar; aunque él nace en otro mundo y llega a la selva como un colono más, seducido por los beneficios que ello le aportaría, sin plantearse, en esos momentos, si esta situación es o no injusta. Su convivencia con los shuar, una vez que muere su esposa y que supera su odio inicial por este sitio, lo lleva a una nueva forma de vida en la que adquiere habilidades físicas (sus músculos llegan a ser como los de un felino y su experiencia en la selva va templando cada detalle de su cuerpo) que contribuyen a la conservación de su integridad en la jungla y, además, participa del modo de actuar establecido por la tradición de este pueblo; asimismo, desarrolla capacidades emotivas (su empatía por Nushiño y su relación amorosa con una mujer, en la cual no cabían los celos ni la falta de libertad). Sin embargo, las circunstancias lo excluyen del grupo indígena, cuyas costumbres son inflexibles, y su vida se aboca hacia un nuevo interés: la lectura; es decir que Bolívar Proaño da un gran giro y va a cultivar el intelecto, un aspecto de su persona que, durante su estancia en la selva, había estado relegado. Su enfrentamiento con las novelas de amor le descubre la posibilidad de una existencia paralela, que le devuelve el equilibrio perdido, porque el amor contrarresta la violencia vivida, además, la lectura se convierte en su gran compañía y le ayuda a ver sus propios sentimientos, con lo cual se enriquece, se entiende mejor a sí mismo y, por consiguiente, al mundo. El viejo busca el ambiente propicio para leer, porque sabe que esta actividad exige el abandono de ciertas condiciones externas para experimentar un estado de conciencia diferente que le permite esta elucidación. 

La obra de Sepúlveda es una exaltación de la selva y de los shuar, la cual lleva a cabo utilizando  varios recursos descriptivos y, por supuesto, también la situación contrapuesta: la denigración del hombre blanco, personificado en el alcalde, al que toma como su arquetipo, reduciéndolo a unos cuantos rasgos caricaturescos. Pero, para él, el “hombre blanco”, en particular su personaje, también tiene una posibilidad de salvación: la lectura, la cual incita al pensamiento y forma un espíritu realmente humano.


Luis Sepúlveda
Un viejo que leía novelas de amor
Barcelona, Tusquets, 2001


Ricardo Piglia: Plata quemada




Me encanta la literalidad de este título, que no me esperaba a pesar de su obviedad.
Me encanta la cita de Brecht que encabeza el libro.
Me encanta que Piglia nos líe con los nombres, los sobrenombres y los apodos de sus héroes.
Me encantan esos personajes que tienen dos líneas en la novela, pero tremendas, como el tesorero, al que “le quedaban dos horas de vida” y sueña con robar el dinero que le entregan todos los meses.
Me encanta Malito leyendo la sección policial de los diarios, porque se suma a la lista de tantos otros personajes célebres que hacen poesía de la sección policial de los diarios y de las barbaridades de las pintadas de los baños públicos. Dos clásicos.
Me encanta la progresión hacia el clímax: “Es a partir de acá que empezaría a ‘cocinarse’ el formidable asedio que se conozca en los anales de la policía en el Río de la Plata”.
La ironía: “Así epiloga un suceso inaudito en el que personas aparentemente honestas alquilaron asesinos a sueldo para cometer un hecho vandálico”.
Y que los ladrones puedan seguir su propia muerte televisada.
Me pregunto hacia quién va la simpatía del lector en esta novela. Las opciones que nos presenta Piglia son terribles:
Los ladrones, asesinos, locos, drogadictos, héroes al fin y al cabo.
La policía, desdibujada, corrupta, poco eficaz.
Los periodistas, “hijos de mamá, aspirantes a héroes, pedantes”.
Los testigos morbosos, que se escandalizan cuando ven la plata quemada y no cuando asisten a la agonía de los heridos.
¿Somos como Roque Pérez, fascinados y avergonzados de presenciar semejante acto de violencia?
Los personajes de Piglia “están muertos” y “sólo quieren saber a cuántos pueden llevarse con ellos”. También Larsen lo estaba, esperando que ese suceso privado pasase a ser público. 


Ricardo Piglia
Plata Quemada
Barcelona, Anagrama, 2000

9 de mayo de 2014

Juan Carlos Onetti: El astillero




Es un placer leer a Onetti aunque sus obras sean tremendamente grises, aunque sus personajes no tengan salida y aunque la muerte esté merodeando en cada página.
Lo consigue con un estilo conciso, sutil y poético hasta el extremo, con ejemplos magistrales de sinestesias: “Olió la humedad y el frío, se detuvo a compararlos con la blancura del vestido”, “Atravesó los saludos para acariciar los hocicos de los perros”,…
Los personajes de Onetti están solos. La única comunicación posible es más desgarradora todavía que la soledad:
“Estoy contento porque hace un rato sentí la desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como si la llevara dentro y quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la peste”.
Peor aún, están muertos, más muertos que los muertos de Rulfo. Solo esperan que su muerte pase de suceso privado a público.
Mientras tanto, Santa María es la más real de las ciudades inventadas, con su lluvia omnipresente y sus habitantes-actores-jugadores, conscientes de su papel y de las escenas en las que les toca intervenir.
Nadie se salva, no hay un resquicio de luz ni de primavera ni de esperanza. Onetti puede permitirse el lujo de transmitirnos su visión del mundo entreteniéndose en una trama leve y construyendo un símbolo poderoso: el astillero. 

Juan Carlos Onetti
El astillero
Barcelona, Seix Barral, 2009
Colección Booket

5 de mayo de 2014

Desmontando un best seller. Isabel Allende: La casa de los espíritus




Tú me quieres nívea,
tú me quieres blanca,
tú me quieres alba.
Alfonsina Storni

Me pregunto qué es primero, la novela o el superventas. Es bastante inocente pensar que los lectores tenemos capacidad de elección, pero ¿en qué momento se decide que un libro tendrá éxito?
Me atrevería a pensar que cualquier cosa que hubiera escrito esta mujer con este apellido (siempre que tuviera un poquito de historia de Chile, un poquito de fantasía, un montón de personajes, amores y desamores, 600 páginas) hubiera seguido el mismo camino: directo a los escaparates de las librerías.
Nos han vendido La casa de los espíritus a través de dos grandes tópicos vacíos: novela de realismo mágico y novela de mujeres.
Lo de Allende no es realismo mágico, es simple exageración. Hablar de videntes y supuestos poderes sobrenaturales no basta para que la chilena merezca aparecer en una lista a continuación de Elena Garro y Gabriel García Márquez. El realismo mágico no se finge con cuatro anécdotas porque es algo intrínseco a los ambientes, a los personajes, al concepto de escritura y de vida de un autor.
No sé ni quiero saber qué es una novela de mujeres. No sé cómo leemos las mujeres en comparación con los hombres ni por qué somos las grandes consumidoras de best sellers, novelas de sagas familiares y “literatura ligera”. No deja de sorprenderme que Vogue, ese gran referente para cualquier mujer que se precie (...), haya publicado La casa de los espíritus por entregas. En cualquier caso, Clara, Alba, Nívea, Blanca…, no se me antojan nombres “luminosos”, como dice Allende. Me parecen demasiado atrapados en connotaciones machistas, como sus poseedoras. Ya lo dijo Alfonsina en su "poema de mujeres".
Da la impresión de que Allende tenía un buen plan, buenas intenciones, buenos referentes, pero para un lector exigente, se queda corta.
Lo hace con un Esteban Trueba narrador bastante chirriante y que no se corresponde con el Esteban Trueba personaje.
Lo hace con un estilo lleno de enumeraciones vacías que convierten la novela en una descripción constante, con poca tensión narrativa, avanzando hacia un final que nunca es un final.
Y sobre todo lo hace fallando en los personajes. Pone expectativas en cada uno de ellos para traicionarlos: una Rosa fantástica de pelo verde que mata en el primer capítulo, un Esteban férreo que reniega de sus ideas políticas, un cantautor que de pronto se esfuma en Canadá para acomodarse entre la burguesía… Y así uno por uno, como queriendo quitárselos de encima.
Allende descubrió muy pronto su particular fórmula del éxito y la repetirá en muchas de sus novelas: sagas familiares, mujeres, un poco de historia, descripciones, ciertos tópicos (del estilo venganza, incesto o dos hermanos enamorados de la misma mujer) y algún que otro personaje real.
Repito, para lectores exigentes. Para momentos de menos exigencia, no está nada mal.