Es un placer leer a Onetti aunque sus obras
sean tremendamente grises, aunque sus personajes no tengan salida y aunque la
muerte esté merodeando en cada página.
Lo consigue con un estilo conciso, sutil y
poético hasta el extremo, con ejemplos magistrales de sinestesias: “Olió la
humedad y el frío, se detuvo a compararlos con la blancura del vestido”, “Atravesó
los saludos para acariciar los hocicos de los perros”,…
Los personajes de Onetti están solos. La
única comunicación posible es más desgarradora todavía que la soledad:
“Estoy contento porque hace un rato sentí la
desgracia, y era como si fuese mía, como si sólo a mí me hubiera tocado y como
si la llevara dentro y quién sabe hasta cuándo. Ahora la veo afuera, ocupando a
otros; entonces todo se hace más fácil. Una cosa es la enfermedad y otra la
peste”.
Peor aún, están muertos, más muertos que los
muertos de Rulfo. Solo esperan que su muerte pase de suceso privado a público.
Mientras tanto, Santa María es la más real de
las ciudades inventadas, con su lluvia omnipresente y sus
habitantes-actores-jugadores, conscientes de su papel y de las escenas en las
que les toca intervenir.
Nadie se salva, no hay un resquicio de luz ni
de primavera ni de esperanza. Onetti puede permitirse el lujo de transmitirnos
su visión del mundo entreteniéndose en una trama leve y construyendo un símbolo
poderoso: el astillero.
Juan Carlos Onetti
El astillero
Barcelona, Seix Barral, 2009
Colección Booket
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