"Novelas en esta época.
Que las
escriban, vaya y pase…,
¡pero que
las lean!”
Sábato se permite el lujo de vendernos
su novela como la mera confesión de un asesino. Nos dispara el crimen a
bocajarro en la primera línea y se toma la licencia de ponerse a filosofar
varios párrafos. Nos desafía avisándonos claramente de que no nos va a proporcionar
explicaciones. Censura nuestra curiosidad morbosa. Nos insulta, a nosotros, “los
lectores de estas páginas en particular”.
¿Por qué no abandonamos? ¿Por qué no nos
marchamos ofendidos y nos vengamos cerrando el libro?
Porque de pronto nos da una poderosa
razón para seguir leyendo: “Existió una persona que podría entenderme. Pero
fue, precisamente, la persona que maté”.
Perdonaremos a Sábato porque nos regala
otra cosa más. Esa imagen poderosa de la soledad que es el túnel.
A veces ventanita engañosa en un cuadro
o en un calabozo, a veces puente-trampa*, en todo caso “un solo túnel, oscuro y
solitario”, del que deriva una razón para matar, obvia y absurda: “Tengo que
matarte, María. Me has dejado solo”.
En algún punto ese túnel se vuelve
espejo. ¿Por qué si no nos aferramos a una historia tan llena de silencios, tan
incompleta? Sábato no nos deja confiar en el narrador y su relato obsesivo y
sesgado; tampoco nos deja apoyarnos en el personaje que hace girar la trama,
María, porque nunca llegamos a conocerla ni escucharla; nos inquieta y nos
distrae con conversaciones frívolas, secundarios ligeros, un ciego que no
quiere ver o que ve más de lo que parece…
Ventana, puente, espejo, laberinto,
TÚNEL, “y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo
que había imaginado”.
-
* “por un instante su mirada se ablandó
y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y
frágil colgado sobre un abismo”.
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