2 de marzo de 2015

El túnel de Ernesto Sábato y el lector masoquista



"Novelas en esta época.
Que las escriban, vaya y pase…,
¡pero que las lean!”

Sábato se permite el lujo de vendernos su novela como la mera confesión de un asesino. Nos dispara el crimen a bocajarro en la primera línea y se toma la licencia de ponerse a filosofar varios párrafos. Nos desafía avisándonos claramente de que no nos va a proporcionar explicaciones. Censura nuestra curiosidad morbosa. Nos insulta, a nosotros, “los lectores de estas páginas en particular”.
¿Por qué no abandonamos? ¿Por qué no nos marchamos ofendidos y nos vengamos cerrando el libro?
Porque de pronto nos da una poderosa razón para seguir leyendo: “Existió una persona que podría entenderme. Pero fue, precisamente, la persona que maté”.

Perdonaremos a Sábato porque nos regala otra cosa más. Esa imagen poderosa de la soledad que es el túnel.
A veces ventanita engañosa en un cuadro o en un calabozo, a veces puente-trampa*, en todo caso “un solo túnel, oscuro y solitario”, del que deriva una razón para matar, obvia y absurda: “Tengo que matarte, María. Me has dejado solo”.

En algún punto ese túnel se vuelve espejo. ¿Por qué si no nos aferramos a una historia tan llena de silencios, tan incompleta? Sábato no nos deja confiar en el narrador y su relato obsesivo y sesgado; tampoco nos deja apoyarnos en el personaje que hace girar la trama, María, porque nunca llegamos a conocerla ni escucharla; nos inquieta y nos distrae con conversaciones frívolas, secundarios ligeros, un ciego que no quiere ver o que ve más de lo que parece…

Ventana, puente, espejo, laberinto, TÚNEL, “y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado”.

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* “por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo”. 



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